Antonio H. Vargas
¡El mar, el mar!
Dentro de mí lo siento.
Ya sólo de pensar
en él, tan mío,
tiene un sabor de sal mi pensamiento
Gorostiza
Exordio
Desde los seis años aprendí a andar en bicicleta. Uno de mis hermanos me enseñó. De entonces a la fecha, en mi vida, la bicicleta ha sido medio de transporte, medio de diversión y de reflexión. Ha estado conmigo treinta años, ha sido parte de mi historia.
Hace unos siete años, por un accidente, me acerqué al ciclismo de montaña. Tedioso y aburrido al inicio, tal vez por las personas con que salía, me hizo adquirir un cierto gusto por el sufrimiento, por llamar de algún modo a esa sensación que queda tras cada rodada. Aun cuando comencé a practicarlo religiosamente cada domingo y aunque dicen que la práctica hace al maestro, aún estoy muy lejos de serlo.
Como sucede con todos los entusiastas y novatos de las bicis de montaña, empecé a asistir a eventos organizados por clubes (tiburones) de ciclismo llamados “retos”, recorridos de dos tipos: a) de X a Y, y b) completando un circuito. En estas trayectorias, existen cuestiones técnicas que, con paciencia y constancia, se superan; obviamente, también hay una cuota de recuperación, a veces justa, mas la gran mayoría no: un negocio redondo, que será tema de otro texto.
Desde mi incursión en la Bicicleta de Montaña (MTB), la voz de los cicloviajeros me ha susurrado al oído: “Viaja, viaja por el estado, por el país, por el continente, por el mundo sobre la bici, sólo con lo necesario para subsistir”. Me parece excitante ir sobre la bicicleta y llegar a lugares a los que el automóvil no tiene acceso, acampando en la espesura del bosque, cenando una maruchan de cara a las estrellas, donde la prisa no sea un factor determinante.
Uno de los “retos” que desde el inicio en el MTB tenía ganas de hacer (tenía, porque ya lo he hecho) es el que va de mi ciudad natal, Morelia, a Playa Troncones, que tiene un cierto aire de familia con los cicloviajes: caídas, risas, deshidratación, cervezas, intercambio de palabras entre personas que comparten una visión, poca comida, mucho sudor, chapuzones en ríos, lágrimas, ruedas pinchadas y desviadores rotos. Si me preguntaran el adjetivo para describir la vuelta a la playa, podría decir: diversión.
Primer movimiento: Geografía serrana
Morelia se halla en ese sistema de sierras que atraviesa el continente americano; por tanto, su geografía es, o debería ser en su mayoría, boscosa y de clima frío, por una altitud encima de los 2000 msnm. Teniendo tales datos en mente, el lector se imaginará que en invierno esa zona del país es algo fresca.
El banderazo de salida se dio a las 8:20 y más de 130 aguerridos “bicicleteros y bicicleteras” emprendieron un viaje mágico y misterioso. Para muchos era la primera vez, no para otros. El primer destino fue un pueblo llamado Acuitzio del Canje: durante la Intervención Francesa, ese lugar sirvió para intercambiar unos prisioneros por otros.
Hicimos una parada larga y monótona para el desayuno y el presidente municipal, que le patrocinó las tortas de jamón a la comitiva, dijo unas palabras. Ascendimos de ahí a Yoricostio, una población cercana a Tacámbaro, donde paramos, esta vez para comer. A partir de ese punto, comienzan a ser notorias las infinitas huertas de aguacate, pero la vista y el clima aún son de serranía; no deja de respirarse un frío vivo y penetrante.
De Yoricostio avanzamos a Urapa, que cuenta con su policía local, denominada “autodefensas”. Fue ahí donde montamos el primer campamento, luego de trasponer innúmeras huertas de aguacate a lo largo del camino, en que brotaban los retenes. Llamaba la atención que niños y adolescentes de entre doce y diecisiete años anduvieran ya en esos rondines, vitoreándonos a nuestro paso, mas dispuestos a defender, el rifle en la mano derecha, su oro verde.
No llevé colchón y los primeros cien kilómetros me penalizó el frío por las noches, pero el sufrimiento es un subterfugio para escapar de la rutina.
Segundo movimiento: Áridas geografías
El segundo día del recorrido, con el viento helado en el rostro, salimos hacia el sur. Vuelvo al sur, soy del sur. La meta era la Presa de Infiernillo. Promesa de los organizadores era que la jornada sería la más difícil por la variación del clima. Y fue verídico.
Franqueamos comunidades desconocidas. Si primeramente subimos una montaña, después tuvimos una bajada de veinticinco kilómetros. Aquí ya se sintió el cambio, un calorcito tropical cumbiambero. La sima del descenso, Mata de Plátano, estaba próxima a La Huacana.
El calor se volvió inminencia: en un parpadeo la espesura del bosque desapareció mientras lo árido surgía. Pero también el agua, bajo la forma de ríos y riachuelos, vino a asomarse. Uno podía echar chapuzón ahí e hidratarse en las tienditas que surgían durante el trayecto.
Tras varias horas bajo el calor de la Tierra Caliente michoacana, llegamos a Infiernillo. A unas tostadas de tiritas nos invitaron y las completamos, con un six de cerveza, flotando, porque un tramo de la ruta fue sobre una pequeña embarcación con ocho bicicletas y nueve personas, incluido el lanchero.
El tiempo que uno debería hacer sobre esta barcaza es de aproximadamente cuarenta minutos, pero a unos seis kilómetros antes de tocar tierra se quedó sin gasolina. Una nadadita se echaron mis compañeros, aprovechando las aguas del pez diablo. Éste que escribe, por desgracia, no sabe nadar, y guarda cierto temor ante las grandes masas acuosas; en ese instante, se asustó, pero el miedo se fue yendo con la risa de los compañeros refrescándose en el espejo de vidrio verde. Además, iba anestesiado con las cervezas, casi calientes, que nos habíamos tomado. Alrededor de veinte minutos estuvimos a la deriva y entonces otros lancheros fueron a auxiliarnos.
Al estar nuevamente sobre la tierra había dos formas de llegar al segundo campamento: esperar una camioneta al pueblo o hacer esos cincuenta y cinco kilómetros de carretera rodando. Justo en este momento, me pongo de pie y rindo un aplauso para aquellos aguerridos y aguerridas que se echaron ese recorrido de cuatro o seis horas. Yo opté por lo primero.
Otra vez, como en la zona previa, empezó a verse el blindaje: camionetas muy lujosas con varios fulanos adentro haciendo ronda a lo largo del último pedazo de carretera; incluso, gente en moto dándole vueltas al campamento, algunos adolescentes sin muchas opciones, pensé, quienes me parecían ajenos a la realidad, como si estuviera en una de esas series de Netflix.
En el campamento, una vez más, la comida resultó insuficiente; no tuvimos mucho de donde escoger, pero había cerveza. Y con eso bastaba.
Tercer movimiento: La playa, por favor
El tercer día, desde las cuatro am, la gente ha comenzado a levantar el campamento. No dejan dormir. Dos días sin descansar, en la dureza del piso, sin mucho frío pero con pocas horas de sueño, que se hacen más y más agotadoras. Pero es el pedazo final del trayecto, el último jalón y estaremos en la playa. Me he hecho el propósito de llegar a las dos.
La incandescencia se siente desde la primera hora; la ruta es el borde del río, un pasaje ameno puesto que está sombreado y húmedo.
Lo complicado es arribar a La Unión, en Guerrero: con el sol ya en el cenit se extingue la sombra de arbustos o palmeras, pero el ambiente huele mar, a mar y rock and roll; y una vez en el pueblo, con sendos tacos de chivo y un agua, podemos seguir rodando.
El último trecho de montaña, antes de la carretera, es un sendero de alta dificultad. Las lluvia de años anteriores, y los troncos caídos a mitad de la vía, propician que este ufano cronista se estampe: a simple vista, a través del estrecho arco que forma ese árbol abatido, cabe perfectamente una bicicleta. Lo que habría que calcular con precisión quirúrgica es el cuerpo que va arriba de la bici, mas apenas pasar debajo del arbotante una rama oculta, no muy bien cortada, me pega en el hombro izquierdo, haciéndome perder el equilibrio. Salgo expulsado del lado derecho a unos dos metros y la bicicleta cae del lado opuesto. Por unos minutos me revuelco por el golpe, pensando en una fractura o un esguince. Sólo el golpe, por fortuna.
Cuarto movimiento: Alegría
La recta final es un tiro de carretera con huertas de mango. Hay algunas comunidades costeras. Y aparece, de pronto, el océano. Al fin, estamos en la playa. Debo de confesar que vi el mar por vez primera a los dieciocho años, precisamente en Troncones, con unos compañeros de la licenciatura. Este viaje tiene algo de nostalgia hippie, es como un regreso a la inocencia, al pasado.
Venir, insomne, mal comido, con ardiente dolor en cada uno de los músculos, tras algunas caídas, agotado, pero escuchar el oleaje, sentir la brisa en el rostro, pedalear en la arena a través de la que el agua pasa. Es uno de los trances más indecibles que he vivido. Es pura energía. Es un llorar de la nada, un llanto que llega y se agolpa en el pecho, como al final de una película tras la que no volvemos a ser los mismos. Esta vuelta a la playa fue eso.
Comíamos. Un compañero de caída, de Puebla, un chamaco de nombre Pablo, cumplió quince años ese día y dijo que la travesía había sido su regalo. Comíamos lentamente. Nos faltaban fuerzas para mascar los alimentos y, entre risas y comentarios del último tramo, se hizo el silencio. De forma incontrolable, sin aviso, brotaban lágrimas de mis ojos. ¡Lo logré! ¡Terminé la ruta! Me sentía en la cumbre del mundo: había vencido a mis demonios, no sólo a los físicos sino también a los que me susurraban al oído que declinara, que desistiera. Vencí a mis demonios y eso me hizo inflamarme alegremente, y por un segundo comprendí la alegría, ese estado de ánimo en que todo es perfecto, en que se encuentra un propósito a esta miserable vida. Un coro de celestiales acompañó mi llanto.
Quiero pensar que un algo semejante sintió Schiller al escribir “La oda a la alegría”, en que se basa la parte coral del Cuarto movimiento de la Novena sinfonía de Beethoven. Alegría como un instante, como una eternidad que casi alcanza a acariciarse, similar a un beso, a participar del banquete de los dioses. Porque entonces todo tiene un propósito. Hay un propósito.
Alegres, como vuelan sus soles
A través del cielo espléndido,
Corran, hermanos, sigan su camino,
Alegres, como el héroe hacia la victoria.
¡Abrácense, millones de seres!
¡Este beso es para el mundo entero!
Hermanos, sobre el firmamento
Seguramente habita un padre amoroso.
Por un instante, se siente tan verdadero.