Omar Arriaga Garcés
Cada vez que en el arte alguien piensa en un porvenir distópico y arriesga una cifra -ya sea 1984, el 2000, 2010, 2021 ó 2044, dejo fuera el año 802701 por no haber manera de corroborarlo, todavía- imagina una civilización por entero automatizada, en la que la tecnología se ha integrado de tal manera con lo orgánico que su separación aparece como poco menos que imposible.
Muchas de esas obras de ciencia ficción son, por supuesto, críticas a un presente asfixiante que parecería cernirse sobre nosotros de un momento a otro. Esto no es lo más importante, aun cuando el objetivo de sus autores hubiese sido ése. Lo relevante es que, en esos futuros, lo “humano” es reducido, o se subvierte de tal modo que quienes vivieron antes quedarían horripilados si viesen tales mundos.
Y no es, sin embargo, ése el tema específico sobre el que en estas líneas me gustaría discurrir. Lo que me llama la atención de esas obras de arte son las ruinas que ahí se muestran: la ciudad de Nueva York, hecha fragmentos, visitada por lejanos habitantes, miles de años en el futuro, tratando de descifrar el idioma que los antiguos hablaban.
Otra escena: un merlión de Singapur está en el suelo, hecho añicos, como una estatua rota que acabara de caerse. Por encima, unos bandidos galácticos, que viven ya en otro planeta y sólo están de visita, pasan de largo, pero el guiño de los creadores de esa serie es evidente. Una más: los rascacielos de Tokyo están hundidos en el agua, la ciudad ha sufrido inundaciones sucesivas y sólo se pueden ver sus extremos.
La pregunta que me viene a la mente en esos casos es: ¿algún día esos hipotéticos residentes y turistas, de un tiempo profuso hacia adelante, se preguntarán por nuestras culturas y sus ruinas como nosotros nos preguntamos por Egipto, el México antiguo, Grecia, la India o Camboya, por mencionar algunas civilizaciones? Después, acuden otras cuestiones: ¿Tendrán suficientes testimonios como para interpretar cómo era esta época? ¿Les interesará hacerlo?
No me imagino a alguien interesado en las carreteras de asfalto que quedarán sepultadas bajo la arena, el polvo y las plantas tan pronto como se les deje de dar mantenimiento. Tampoco veo nuestras casas de Infonavit, en el caso de México, siendo investigadas como si fuesen las ruinas de Herculano o Pompeya. Y, sin embargo, si algunos de esos hipotéticos habitantes fueran como algunos de nosotros son en la actualidad, sí que se preguntarían cómo vivíamos y por qué hemos hecho lo que hacíamos.
En nuestro caso, no parece muy probable que los pobladores del futuro crean que nuestras ciudades y construcciones las hayan hechos extraterrestres que vinieron aquí antes que los humanos, porque a diferencia de la Antigüedad hoy crecen sin organización ni medida alguna, lejos de concepciones que se basaron en geografías sagradas, espacios intocables y zonas profanas. Quizá eso sea lo que en el fondo me hace dudar.
No es el hecho de que las casas sean de Infonavit y Herculano y Pompeya fuesen el sitio de vacaciones del emperador César Tiberio y buena parte de la nobleza romana, no. El asunto es que nuestra estructuración social dista tanto de aquélla, que parece como si su sentido se hubiese disuelto.
Tal vez, en ese eventual futuro, los interesados en cosas viejas vean una disposición que cohesiona la escena entera y le confiere una orientación que, inmersos en el remolino, no logra emerger.