Jorge Albarrán Díaz
Hay una escultura en el Bosque Cuauhtémoc que siempre me ha hecho sentir en una película de Taboada. Desde su pedestal de cantera nos observa como si pretendiera seguir con la mirada los breves fragmentos de vida que llegan a captar su atención. Altiva, con el rostro agotado de mármol blanco y cubierto de grietas cicatrices, atestigua esa especie de limbo temporal desde el cual se teje la memoria de quienes la atraviesan a diario.
Sin ningún tipo de placa que ayude a identificarla y conocer su origen, la mujer descalza se nutre de su propio misterio. Víctor Rodríguez asegura que se trata de La Paz, una escultura de Carlo Nicoli que viajó de Italia a Jalisco a finales del siglo XIX junto a sus hermanas Guerra y Diosa Fortuna, de quienes se separó durante las remodelaciones del Palacio de Gobierno de Guadalajara entre 1923 y 1926, para habitar Morelia donde continúa en silencio, con el brazo perdido en quién sabe dónde y desde quién sabe cuándo, mientras el otro, el izquierdo, sostiene con fuerza un ramo de frutos y flores.
Aunque Google Maps la nombre como Flora, lo cierto es que la estatua moreliana tiene una gemela que sí conserva una placa que la identifica como La Paz, en Ceuta, España. Con los mismos pies descalzos en movimiento, el ramo de frutos y flores, el cabello ondulado, la precisión de los pliegues de su vestido de mármol, el paquete junto a sus pies donde se recarga el caduceo; pero sobre todo, el rostro idéntico de una juventud que no caduca y mira soberbio el tiempo diluido en días. La diferencia más clara es que la escultura mexicana logró mimetizarse con el ambiente y su rostro sangra en manchas oscuras. “Qué madreada está la paz en Morelia. Si el hecho no fuera espantoso, la metáfora sería encantadoramente irónica”, me dice el querido Juan Urueta.
Más que una metáfora parece un sentimiento auténtico. La Paz con el rostro ensangrentado contempla horrorizada un país donde se contabilizan más de 350 mil asesinatos y más de cien mil desaparecidos, de los cuales el 97% sucedieron a partir de ese diciembre de 2006 en que un moreliano y vecino del bosque Cuauhtémoc, salió disfrazado con un uniforme de militar que le quedaba holgado para inventarse una guerra que le ayudara a obtener la legitimación que no obtuvo en las urnas.
Las cifras no paran de engrosarse y sepultan sin piedad al individuo que permanece debajo de los números enormes, perseguido por el estigma de los archivos empolvados de las causas que no se investigan, porque “si lo mataron fue por algo” nos repetimos en un intento de apaciguar la conciencia y seguir viviendo. En México la muerte se volvió anónima, escribió John Gibler en 2013.
La militares continúan en las calles persiguiendo un supuesto “narcoenemigo” que precisa de violencia “extraordinaria” para ser desmantelado. Violencia que cae furiosa sobre zonas e individuos precarizados, pero deja intactos los circuitos económicos donde se imbrican las finanzas “legales” con el cash del complejo aparato de actividades ilegales. También pareciera que la propia militarización busca exaltar la violencia para justificar su accionar bélico y poder ocultar entre la tempestad el asesinato de disidentes políticos, de comunidades en defensa de sus territorios e incluso de las madres buscadoras, como Esmeralda Gallardo.
En el mismo parque donde Felipe Calderón salía a correr durante las visitas a su madre en el sexenio que desató la violencia, la escultura tallada por Carlo Nicoli se aferra a no caer en el olvido. Su rostro manchado como si de auténticas lágrimas negras se tratara, parece sincerarse, incrédulo de ver que los años pasan, pero no dejamos de meternos balas y en un acto de honestidad brutal, la Paz nos contempla horrorizada.
Orientado en estudios visuales, periodista y maestrante en Estudios Latinoamericanos. Considero que frente al mundo global, narrar y reflexionar desde lo cotidiano se convierte en un acto de disidencia.
Las ciudades somos sus habitantes, sin duda, el artículo es el reflejo de lo innegable.