Juan José Tapia Ávila
Uno de los temas más polémicos y ocultos de la historia de la humanidad, es la que respecta al de la muerte, la visión de este tema en cada sociedad cambia de manera muy drástica una de la otra, la diversidad es mucha en el trato a los muertos, y en México, con la multiplicidad de contrastes, es aún más evidente.
Desde el inicio de la conquista española, se empezó a fomentar el uso de los espacios religiosos como la morada final de los cuerpos, debido a la arraigada tradición peninsular. Los rituales en torno a la manera de ver la muerte se fue mezclando y modificando día a día, logrando crear nuevas maneras de expresión según los intercambios culturales de los diversos grupos sociales que desde un inicio, al estar chocando entre ellos, generaron parte de lo que hoy es nuestra identidad.
La idea de enterrar a los muertos en los templos en Europa, se replicó aquí con la llegada de los españoles y sus órdenes mendicantes, son estos últimos, los que al estar en todo el territorio novohispano, hicieron de sus conventos, atrios y templos el principal punto de recepción de los difuntos en la época virreinal, manteniendo esta práctica por un tiempo de más de tres siglos.
En Valladolid, en la mayoría de los conventos e iglesias los fieles podían ser sepultados, como ejemplo de ello, estaban el de San Buenaventura (San Francisco), para los creyentes de que el fundador de la orden los salvara del purgatorio; el de la Virgen de los Urdiales, sirviendo este para que fueran enterrados en su mayoría los “indios” de la ciudad, y al que se llegaba por medio de la calzada de las lechugas que mandó construir el Obispo fray Antonio de San Miguel, pero que aparte estar muy retirado del centro de la ciudad, muy seguido se inundaba y generaba muy malos olores; el de San Juan de los Mexicanos, siendo este el más solicitado por su cercanía; San Pedro, cerca del actual Bosque Cuauhtémoc, los atrios del ex Convento de los carmelitas, el de Santa María de Gracia (San Agustín) y sobre todo San José, la Cruz y la Compañía para las clases más acomodadas, y la propia Catedral para los representantes máximos de la Iglesia en el obispado.
Esto no quiere decir que en los otros conventos no se enterraran cuerpos, solamente que fue más restringido el acceso o como en el caso de las monjas y frailes, que solamente ellas podían ser inhumadas en el interior de sus conventos; a los obispos ya se les tenía asignado su lugar dentro de la cámara en el interior de la nave de la Catedral y, que funcionó de 1622 a 1850, siendo Baltazar de Covarruvias el primer sepultado. Si se pertenecía a una posición nobiliaria, si contaban con una gran fortuna, o fueron bienhechores de la construcción de alguna parte de los templos, los enterraban por lo regular en los cimientos de la nave o adosados a uno de los muros; pero, si no se pertenecía a ninguna de las anteriores, el lugar destinado era el atrio de los conventos, y según lo que se pagara por el lugar, se acercaba o alejaba el sitio de la tumba al del altar principal.
La manera de preparar los cuerpos para el entierro también había variantes según la posición social, pues mientras a los pertenecientes a grupos acaudalados los enterraban dentro de cajas de madera, algunas ricamente decoradas, y de maderas finas, o de larga duración para evitar que el cuerpo desprendiera olores fétidos, a los individuos de los sectores más pobres, los enterraban en su mayoría envueltos en petates, y a baja profundidad, generando con esto que al poco tiempo de ser enterrados alguien sacara el mismo petate para reutilizarlo, o que los olores fueran tan fuertes que no se pudiera ni andar por el lugar.
En tiempos de algún mal que asolara a la población y que dejara a su paso bastantes muertos, se ponían los cuerpos en una especie de fosas comunes envueltos en cal para evitar la propagación de las enfermedades, esta práctica se siguió realizando desde la última parte del virreinato en Valladolid en el siglo XVIII hasta mediados del XIX.
Desde finales del siglo XVIII y como resultado de las ideas de la Ilustración, llegó a la Nueva España una Real Cédula, en la cual se da a conocer la manera en que la corona dispone donde se deberían construir los cementerios, en los suburbios de las ciudades, con aires que fueran en contra la ciudad, con un terreno amplio, con bardas bajas entre otras tantas disposiciones, sin embargo, en Valladolid esto se lleva a cabo por fin hasta 1833 debido a la alta mortandad que dejaba el cólera mórbus. En 1827 se emitió una circular en la que las autoridades civiles exhortaban a los párrocos para que les comentaran a los fieles los beneficios de construir un cementerio fuera de la ciudad, puesto que la población no veía con buenos ojos la idea de compartir un mismo espacio con personas de otros estratos sociales, con esto, el de San Juan quedó como el más conveniente por tener terrenos aledaños para el futuro crecimiento, el de los Urdiales quedó ya prácticamente sin uso por estar más lejos, y el de San José siguió en uso, pero solamente para las personas distinguidas que ya antes de la reforma habían comprado su espacio.
El campo santo del templo de San Juan de los Mexicanos era muy grande y además desde el año de 1643 el ayuntamiento había designado ese espacio como lugar de enterramiento, y con el tiempo sus dimensiones crecían más y más, hasta llegar casi a lo que hoy es la calle 5 de febrero; el de San José, era pequeño, pero a mediados del siglo XIX con las Leyes de Reforma de 1859 y 1860 y puestas en práctica por el Doctor Miguel Silva gobernador del Estado, se logra expandir un poco más hacia el norte, siendo este el único cementerio ya permitido por el gobierno para enterrar muertos, evitando ya definitivamente los enterramientos en el piso, por debajo de las tarimas de los templos, a baja profundidad y sobre todo, porque se estaba buscando controlar las epidemias por medio de la higiene.
Es ya a finales del siglo XIX que el Ayuntamiento de Morelia, buscando seguir las normas ya establecidas por el gobierno federal, a que se inicie con la búsqueda de los terrenos para construir el nuevo cementerio municipal, puesto que el de los Urdiales y San Juan ya no tenían espacio por los dos brotes de cólera en años pasados, el de 1833 y el de 1850, y encuentra el terreno apropiado en el sur de la ciudad, en una zona con una elevación natural y con aires favorecedores, los cuales alejan el viento de la ciudad, el lugar conocido como “El Huizachal”, perteneciente a la hacienda de La Huerta de Ramón Ramírez, y se le comisiona al ingeniero Gustavo Roth para trazar el nuevo sitio designado como Panteón Municipal.
Quedando ya inaugurado el Panteón en 1883 con la entrada del cuerpo de la señora Juliana Guzmán, y poco a poco se fueron exhumando algunos restos de personajes importantes en la ciudad y que estaban enterrados en alguno de los otros cementerios para trasladarlos al nuevo panteón. La fachada junto con la calzada fueron construidas por el ingeniero Guillermo Wodon de Sorine, con esto, también nace la necesidad de extender la línea del tranvía hasta el inicio de la calzada para poder trasportar algunos difuntos.
La fachada principal cuenta con tres arcos de medio punto como puertas de acceso: la del centro, es de grandes dimensiones comparada con las de los costados, con pilastras dóricas adosadas al muro en medio de la puerta central con las puertas pequeñas; sostenido por dos altas columnas de capitel corintio y con terminación en pilastra dórica con unas pequeñas guardamalletas, se encuentra un gran frontón rematando todo el conjunto, en sus dos esquinas inferiores de este, resaltan una fronda por cada lado, y en el friso que sostiene al frontón se lee una frase que dice “!Postraos!, aquí la eternidad empieza, y es polvo aquí la mundanal grandeza”; la barda perimetral es una tapia de mampostería de cantera rosa que se colocó a finales del siglo XIX y que a lo largo del XX ha tenido varias modificaciones. Al ingresar al cuerpo del edificio, la nave perpendicular se divide en tres espacios, el del centro, el principal, y los de los costados sirviendo como oficinas administrativas, del otro lado, la fachada corresponde a la de acceso, con la diferencia que en esta, hay una campana que da el toque de luto para el cortejo fúnebre.
La división del panteón es por sectores con calles entre cada uno, y de frente a la puerta principal a unos metros se colocó una rotonda para los hombres ilustres de Michoacán con una fuente en el centro, en donde antes se encontraba la cruz de cantera que hoy está a un costado del ex convento dieguino, actual Santuario de Guadalupe. En 1905 en el lado poniente del panteón, se levantó la que fuera en un inicio la cripta nueva de los obispos, y que con el tiempo pasó a ser la capilla del panteón, esta, es un edificio octagonal con 8 tipos de canteras de diferentes colores coronado por una cúpula, el acceso era por medio de un portal con arcada de medio punto, este, con el tiempo fue cerrado por ventanales y una puerta para controlar la entrada.
Dentro del panteón se pueden encontrar diferentes monumentos de gran valor artístico, y de diversos materiales como el mármol y el granito, las diferentes esculturas de los ángeles, estas últimamente han llamado la atención de algunos visitantes por leyendas en torno a ellas, nada más es cuestión de caminar un poco entre las tumbas para darse cuenta de la cantidad de personajes representativos de la ciudad hoy descansan en este panteón, personajes como Fray Manuel de Navarrete, Justo Mendoza, Rafael Carrillo, Epitacio Huerta, Melchor Ocampo Manzo, Mariano de Jesús “El Pingo” Torres, los niños españoles con sus monumentos tan característicos con sus puños de cantera, Josefina “La loca”, o hasta un príncipe de San Maurizio.
Desde la película de Maclovia de Emilio Fernández, filmada en Janitzio, Michoacán, de manera impactante, se da conocer la isla a nivel nacional e internacional por la manera en que los lugareños rinden homenaje a sus difuntos, la popularidad cada día fue en aumento, haciendo de este acto, el foco de atención más importante en día de muertos en el estado, con la llegada de miles de turistas nacionales e internacionales. Al ser esta una fecha de gran atracción turística, además de tener un gran valor cultural, el imaginario de los michoacanos en cierta forma se ha ido modificando, además, con la llegada de nuevas ideas, sobre todo de Estados Unidos con el Halloween, hoy tenemos una cultura muy arraigada, pero ya con ciertos matices.
En América, se mezcló no solamente la sangre, entre otras cosas, se mezcló la manera de despedir a los muertos, y hoy el sincretismo en este sentido es una de las cosas que más nos representa como michoacanos.