I
En una mesa del Jardín Luis González Gutiérrez, hará ahora más de diecisiete años, un joven escritor -hoy ya no tan joven- se reunía los sábados en la mañana con algunos estudiantes de preparatoria, sus alumnos, a quienes les impartía un taller de literatura.
Antes de revisar los ejercicios de los muchachos, hablaba del francés Gaston Bachelard y de los sueños relacionados con el fuego, debatía sobre la existencia del mal y del bien, o preguntaba cómo es que el agua podría crearse.
Dos átomos de hidrógeno más uno de oxígeno, ¿no? Eso lo saben por ir a la escuela, pero si tuvieran que crear el agua de la nada, ¿cómo lo harían?, inquiría. Ahora escriban la creación del agua. Escribir la creación del agua (!)
Su taller era no sólo de escritura sino de cómo ver el mundo con otros ojos. Sucedía que uno pasaba todos los días frente a una calle y un edificio antiguo, y estaba tan acostumbrado a ellos que ya no les prestaba atención.
Maravillarse con las cosas, parecía pedir, pero al ser tan jóvenes aquellos chicos no tenían motivos para extrañarse de lo más cotidiano, puesto que todo les maravillaba aún. Todo era nuevo y extrañamente familiar. En cuanto a lo de ver lo que ya no se veía, estaba en lo cierto, pues lo más cercano, lo más íntimo, era también lo que se daba por sentado ya.
II
En una de esas mañanas en que aún no había muchos comensales en las mesas de los cafés, el escritor habló de los murales de Alfredo Zalce del Palacio de Gobierno de Morelia. Se veía en ellos, explicó, a la gente de Michoacán en el trabajo, construyendo el nuevo país; a las mujeres indígenas en fiestas en las que tocaban los músicos de los pueblos; y a Morelos y a Hidalgo al frente del levantamiento armado en contra del ejército español. Pero faltaba una escena, enunció; le había faltado una escena al pintor patzcuarense. Como siempre que reflexionaba, con excepción de un chico, nadie sabía de lo que estaba hablando. ¿A qué se refiere?, pensaron los muchachos, viéndose unos a otros. Faltan las personas habitando la ciudad, en un día cualquiera, dijo.
III
Uno no elige los recuerdos ni las palabras que se le quedan resonando en la cóncava memoria. Como dice Carbonell, la memoria es frágil. Y cuando uno rememora acuden sólo ciertos detalles.
Afortunadamente hay libros, en los que puede encontrarse, por ejemplo, el nombre Luis González Gutiérrez, para no andar preguntando quién es ése.
Habitar una ciudad, en un día cualquiera, algo digno de maravilla; pero primero tener la conciencia de que esa cotidianidad es el portento en sí mismo, como si uno estuviera creando el agua o el fuego.
IV
Don Luisito, como dice un exalumno suyo, da clases de Física y Cosmografía en el Colegio de San Nicolás. También es el regente de la institución y, en ese entonces, diputado. ¿Local? No, en el Congreso de la Unión.
No sé si los habrá tenido a todos de estudiantes, pero la noche del 3 de septiembre va a ver a José Inocente Lugo, Enrique Ortiz Anaya, Manuel Padilla, Juan B. Arriaga, Benjamín Arredondo, Elías García Arista, Julio Torres, Everardo Ramos, José Ortiz Rico, Fausto Acevedo, Otilio Silva, Onésimo López Couto, Pascual Ortiz y a otros siete colegiales. Se los llevaron a la cárcel.
¿Quién se los llevó? El ejército. ¿A cuál cárcel? La del Cuartel de Infantería. ¿Por qué? Había un baile. ¿Dónde? En el Colegio de Niñas. ¿Eso dónde está? Estaba frente a los cafés del jardín, donde ahora es el Conservatorio de las Rosas. ¿Y qué pasó?
Uno de los veinte detenidos dice que se estaban manifestando y que el gobernador se enojó. ¿Así nada más? ¿Y por eso se los llevaron? Un historiador cuenta que le lanzaron piedras a las ventanas de la Academia de Niñas, que las rompieron y varias llegaron incluso hasta la pista.
El coronel Luis García, prefecto del distrito, fue a calmar a los muchachos. Quiso detener a José Inocente pero no lo logró. Otro estudiante, Otilio Silva, le zorrajó una cachetada a media mandíbula. Les echaron al ejército y la manifestación, con sables y caballos, fue disuelta.
Luis González Gutiérrez fue la madrugada del 4 de septiembre a hablar para que dejaran libres a sus alumnos, pero sólo recibió burlas de los soldados. Por la mañana fue a quejarse con el gobernador, que tampoco le hizo caso. ¿Cuál gobernador? Aristeo Mercado, que quería reelegirse y el día anterior había celebrado con una fiesta y un baile su onomástico. San Aristeo obispo. Vaya.
Luis González renunció a su cargo de regente, como protesta por la encarcelación de los muchachos. No es nada nuevo eso de que los estudiantes vean una injusticia y la hagan de emoción, aunque muchas veces la gente no lo entienda.
A los más pudientes -alumnos, digo-, como a Pascual, que fundaría años más tarde la Universidad Michoacana, los dejaron salir el 4 de septiembre en la noche, y al resto hasta el 15. Era 1895. No sólo Mercado, sino Porfirio Díaz, quería reelegirse otra vez.
El general Bernardo Reyes, padre del escritor Alfonso Reyes, tenía detrás suyo a todo el ejército mexicano. Los estudiantes del país lo apoyaban, organizando manifestaciones como la de Morelia aquel 3 de septiembre. Sólo era cuestión de que Reyes diera la orden para que un movimiento armado iniciara.
Pero el general dudó y, acatando la jerarquía militar, optó por no rebelarse contra Díaz. Quince años después, de cualquier modo, las cosas se precipitaron. Y esa decisión acompañó a Reyes hasta el fin de su vida.
Varios de aquellos estudiantes detenidos en el Jardín de las Rosas se levantaron en armas. Todos recordarían que su profesor de Física y Cosmografía, Don Luisito, había ido a protestar para que los dejaran libres, como dice Pascual Ortiz en sus Memorias.
Supongo que el Jardín Luis González Gutiérrez lleva su nombre no sólo por ese 3 de septiembre sino en conmemoración de su labor como maestro. Aunque eso no lo cuenta Raúl Arreola Cortés en su Historia del Colegio de San Nicolás, podemos dejarlo así de momento y creer que sí.
V
Ahora, cada vez que me tomo un café en una mesa del jardín, escucho al escritor hablando con sus alumnos de habitar la ciudad y contemplo por ahí, caminando, a los estudiantes que tratan de evidenciar injusticias; veo a los políticos, que hacen sus fiestas particulares en instituciones públicas, bailando; y acude a mi memoria la historia del estudiante que se manifestaba contra un mal gobernador y un mal presidente y que llegó él mismo a gobernador y a presidente (por el partido de la revolución de México).
No sé si aquel profesor de Cosmografía diste mucho de este maestro de Literatura, y tampoco puedo saber si la historia se repite, pero al menos rima, como escribió Mark Twain. Y con eso en mente, le doy un sorbo al café para no quedarme dormido, para seguir viendo, para no dar nada por sentado. Y que lo familiar me maraville.
Omar Arriaga Garcés
Omar Arriaga Garcés. Morelia,1984. Poeta y periodista cultural.