Omar Arriaga Garcés
Día de la Raza, Descubrimiento de América, Encuentro de Dos Mundos, Día de la Hispanidad. Designaciones difusas para el 12 de octubre de 1492 con las que, estando tan acostumbrados, se percibe menos de lo que tales apelativos muestran.
Las perspectivas son múltiples y ahítas de gradaciones, pero para el imaginario popular a uno y otro lado del océano oscilarían entre dos polos: el de que fue un genocidio de los pueblos originarios; o el de que había unas culturas atrasadas viviendo en la edad de piedra, a las cuales se hizo progresar. Entre ambos polos magnéticos, una cromática diversidad de posturas que, por supuesto, no se puede abordar en un espacio tan breve.
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Aceptar solamente el polo eurocéntrico, lo visto y ratificado desde Europa y la América europea, llevaría en primer término a aceptar como válida la superstición occidental del progreso, la existencia de un progreso efectivo: que hay una suerte de camino lineal en cuyo fin está una meta a la que forzosamente se debe concurrir, que es la misma meta para todas las civilizaciones aun cuando éstas no sean iguales y que cada civilización ansía alcanzar ese objetivo.
No creo que cambiar unos dioses por otro, destruir una disposición social para erigir una totalmente distinta, volver esclavos a quienes eran amos y más esclavos a quienes ya lo eran, haya sido una gran muestra de progreso, ni que los habitantes de América agradeciesen dejar el náhuatl o el purépecha por el castellano. No se puede afirmar que quitarle piedras al Templo Mayor para hacer iglesias católicas haya sido mejor que dejarlas en su sitio. Pero según Gordon Childe, no se trata de lo que uno crea.
Desde los primeros capítulos de Man Makes Himself (Los orígenes de la civilización), el historiador inglés rehabilita la idea de progreso como algo deseable, siendo el progreso la multiplicación de la especie humana, la prolongación y el mejoramiento de sus condiciones de vida. Según esa concepción, los seres humanos han ido progresando a través de la historia; mas, aun si uno creyese que existe esa clase de progreso, la violencia de la incursión y el grado de mortandad para las civilizaciones prehispánicas inhabilitaría tal alegato. Ahí no hubo progreso.
Hay cifras que hablan de cien, sesenta, cuarenta -e incluso trece- millones de habitantes en el continente antes de la llegada de los españoles. Entre los primeros cien y ciento treinta años de Colonia, más del 90 por ciento de la población habría muerto; es decir que si hubieran sido cien, noventa millones de personas habrían desaparecido en un siglo; de ser trece, tan sólo habrían sobrevivido un millón y 300 mil habitantes.
En España, se suele justificar que fueron las epidemias la principal causa de las muertes; en parte de Cataluña y del País Vasco, se dice que fue un genocidio; en buena parte de Europa, sobre todo entre los holandeses, franceses e ingleses, también se comparte la perspectiva del exterminio social, aunque ellos mismos han exterminado desmedidas cantidades de seres humanos en el orbe.
España responde que Cataluña y el País Vasco tienen intereses políticos para sostener tal afirmación; en el otro caso, asegura que es una “leyenda negra” la que diseminaron esas tres naciones porque querían los territorios que controlaban los españoles y que ni a Holanda, Francia ni a Inglaterra se los ha señalado por los crímenes cometidos en América y en otras latitudes.
Es cierto. Métodos similares emplearon todas esas potencias y otras más en la India, África, el Sudeste Asiático, China, Australia, Japón, América y la propia Europa, que hasta hoy se siguen empleando y que históricamente han empleado los conquistadores e invasores. Un amplio sector de la península ibérica alude a ello para justificar la Conquista: “Los romanos nos hicieron lo mismo hace siglos, ¿por qué lloran? Unos pueblos conquistan a otros, así ha sido siempre”. Pero no es tan simple; ni lo ocurrido puede resumirse como si fuera una cháchara, tal como aquí se hace, ni los hispanos invadidos por Roma tenían el mismo horizonte que el de los pueblos de América.
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Más allá de las polémicas occidentales, queda claro que detrás de sus argumentaciones hay unos presupuestos que se han mantenido pese a los años, como si las culturas americanas anteriores a la Conquista no fuesen de suyo activas y creadoras, como si se tratara de objetos y no de civilizaciones que hubieran poseído su propia organización económica y jerárquica, sus cultos, sus dioses, su concepción del mundo y su forma de hacer las cosas, constituyendo una especie de proto-humanos que vagaban como en el paraíso terrenal, sin lenguaje y sin historia, literalmente una hoja en blanco en la cual se podía escribir, un recurso natural del cual disponer.
Claro que no fue así y es por eso que aún antes de preguntarse los motivos, denominaciones como Descubrimiento de América, Encuentro de Dos Mundos o Día de la Hispanidad, aparecen como flagrantes imprecisiones, cuando menos: para quien habita esta América es más difícil aceptar sin reflexión alguna la narración europea del progreso traído a los pueblos originarios del continente, se le llame o no genocidio.
Las masacres y la hecatombe cósmica que implicó la Conquista en esta parte del mundo son innegables y tienen secuelas en todos los órdenes. No hubo esa catástrofe en el caso de Roma y quienes habitaban la península ibérica, ni aun cuando los invadieron los árabes, porque pertenecían al mismo horizonte y sabían de su mutua existencia.
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Entre nosotros, por supuesto, también hay posiciones encontradas: desde las de quienes se sienten descender de manera más directa de la parte occidental a las de los que conformamos el grueso de los habitantes, quienes no negamos las partes indígena y africana de nuestra ascendencia. Entre unos y otros, hay códigos sociales y relaciones de poder más o menos manifiestos, a veces explícitos, a veces no tanto.
Parte de quienes se sienten más europeos o españoles, buscan denigrar a la parte indígena y africana del país; y parte de quien asume su herencia indígena y su negritud, a veces niega muchos de los elementos occidentales que lo constituyen, como si en un caso u otro pudieran desestimarse. Elegir sólo una de estas partes equivaldría a andar con una sola pierna, como alguna vez indicó Miguel León Portilla, algo que es posible, aunque vuelve más complicado caminar.
Entre los ejemplos de mecanismos sociales explícitos de quienes aun creen vivir en Nueva España, está llamar “india” a una actriz indígena nominada a los Oscar como si fuera un insulto, algún youtuber que no quiere enterarse de que sus declaraciones racistas lo son o comerciales del tipo “¿sabes qué tienen en común el número de vueltas que dan los Voladores de Papantla y los préstamos con esta institución financiera? Que ambos te generan cero interés”.
Entre los ejemplos de relaciones de poder menos explícitas, podría aludirse al caso de Agustín de Iturbide, hijo de padres españoles que nació y vivió en Morelia -antes Valladolid- y que participó activamente junto a Nicolás Bravo, Vicente Guerrero o Guadalupe Victoria en el proceso que desembocó en la Independencia, a quien se le ha negado su justo sitio en la historia.
Haya sido realista antes o se haya declarado emperador después, la participación de Iturbide no puede borrarse de un plumazo: nuestra narrativa carece entonces de matices y aparece como algo inconexo, sin sentido. Iturbide, aun por vía negativa, explica en buena medida lo que somos, como también lo hacen las tentativas de insultar y denigrar a la parte indígena.
Durante la creación del nuevo país, muchos gobiernos, empezando tras la Independencia y continuando con Porfirio Díaz y con el régimen surgido por la Revolución, buscaron instituir una identidad mexicana basada en la figura de los pueblos indígenas del pasado, lo cual es simple de hacer y produce una impresión inclusiva, aunque en los hechos genere lo contrario: a los indígenas vivos se les relega y sigue denigrando, y se oculta el hecho de que los africanos y los españoles también son nuestros ascendientes. La esfera política echa mano de estas simplificaciones en busca de cohesión social, pero la realidad es más compleja.
Por razones políticas, pero también sociales, la participación de Iturbide se suprime. Y por razones políticas y sociales se canaliza la reacción popular ante los mecanismos explícitos de exclusión de lo indígena, y se exaltan y enfatizan los rasgos atroces y crueles del pasado español, y se retoma la narración del genocidio americano, que es uno entre los muchos genocidios occidentales, lo que no lo justifica y, por supuesto, no quita que sea un genocidio, se le llame así o no.
Se me dirá que ésta es una discusión ya superada que pertenece a la primera mitad del siglo XX, pero cada generación valora su historia y se enfrenta a su pasado, y el capítulo que inició con 1492 es nada menos que el inicio de esta cultura, por lo que no debería ser extraño volver ahí, una y otra vez. Porque se nace muchas veces.
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Supongo que mi abuelo, de la Meseta Purépecha -San Francisco Pichátaro para ser exacto-, sentía esas agresiones continuas y optaba por no hablar su idioma, con excepción de alguna fiesta. Yo no veía que se sintiera particularmente apegado a su origen. Creo que era hindú.
Al considerar estas cuestiones, luego de más de veintitantos años, me doy cuenta de que no era así. Sí que se sentía apegado; de otro modo, su reacción habría sido distinta: tal vez hubiera hablado purépecha y me lo habría transmitido, satisfecho.
Este largo equívoco comienza con la circunnavegación del continente africano para arribar a la India. Los turcos han tomado Constantinopla y los europeos ya no pueden ir por esa ruta para llegar a Oriente. Cristoforo Colombo llega, en efecto, a la India. Anota en su diario que ha tenido noticia de que ahí existe gente con cabeza de perro, que se come entre sí. Le llama “caniba”, la gente del Gran Can, de donde se dirá que los “indios” son caníbales, y se tomará el término como sinónimo de “salvaje”.
Aunque se sepa que no se trata de la India, se seguirá llamando indios a los habitantes de América y se usará el gentilicio como insulto, aun cuando la cultura de la India sea anterior a la de Europa, más vasta y más compleja.
En un continente que no es Asia, pero que pudo haber sido algo semejante en el pasado, y al que se denominará América, por un navegante de la península itálica, comenzará a desaparecer parte de una cultura de claro corte oriental, parecida a la que hay y había en Camboya, Vietnam, Malasia, Indonesia, Myanmar o China. Se mezclará con los habitantes traídos desde África por los europeos y con parte de esos mismos europeos. El resultado será peculiar.
Se sentirán orgullosos en ocasiones por su parte indígena y ofendidos por su eslabón hispano -y viceversa-, serán indios pese a habitar otro continente y un italiano dará nombre a su tierra, lo que habla ya de su cóctel de culturas. ¿No debería por lo menos tener una designación propia ese pedazo de tierra? Tal vez no Pachamama, pero sí algo propio.
Si hubiera nacido en España, quizá yo hablaría del 12 de octubre como del día en que en 1492 se descubrió eso que hoy llamamos América o lo festejaría denominándolo Día de la Hispanidad; sin embargo, desde aquí, no es propiamente un festejo lo que amerita tal fecha, aunque sí una conmemoración: no es un simple Día de la Raza o un Encuentro de Dos Mundos, sino una lucha terrible, el avasallamiento de una civilización entera, un violento conflicto que por tanta muerte acaba dando a luz otro mundo.
Pero yo no soy sólo indígena, ni sólo español o africano. No puedo rechazar ni lo español en mí ni mucho menos lo indígena o lo africano. Qué trance. Soy estas dos, estas tres cosas, y ni me siento orgulloso meramente por un pasado que no viví ni ofendido por todo esto. No niego, pero tampoco acepto otros prejuicios sólo por venir de ahí. Tengo mis propios prejuicios, pero son míos, los adquirí viviendo, como todos; y desde aquí, desde este paraje, veo lo que hay a mi alrededor y me congratulo por eso, por mí y por quienes como yo nacieron en este espacio.