Jorge Albarrán Díaz
Debajo del grito autoritario de la Historia de Nombres Propios, el centro de la ciudad de Morelia aún conserva ese murmullo, a veces borrado, otras rayado e incluso, como si de una metáfora cyberpunk se tratara, ocultos detrás de los cables de las conexiones “inalámbricas”, unas pequeñas placas donde se resguarda la voz popular de quienes podían nombrar las calles de la ciudad donde habitaban. De la Calle del Duende que inmortalizó la vida de un personaje avaro y de poca estatura que, según las leyendas populares, deambuló durante la época colonial; a la Calle del Ratón que rinde homenaje a José Villaseñor, alias El Ratón, quien fue fusilado por llevar la carta en donde el guerrillero insurgente Manuel Muñiz invitaba al teniente José M. Monroy a unirse a las filas independentistas, según quedó documentado por Antonio Chávez Sámano en su libro “Morelia y sus nomenclaturas”.
Pequeños azulejos incrustados en la cantera, datados por allá de 1840, resguardan la memoria cotidiana de quienes nombraron sus calles en base a referentes populares, haciendo alusión a tiendas y personajes que habitaron este mismo espacio en los años anteriores a la construcción de ese nacionalismo homogéneo que nos unificó a todos bajo una misma historia y forma de ser mexicanos “modernos y civilizados”, donde se dio paso a las calles que conocemos desde 1929, nombradas con héroes y guerrilleros.
¿Para qué revisitar el pasado? Hablar de memoria implica ceder al conocimiento popular que se acumula sobre la cotidianidad y encuentra almacén en los pequeños espacios que funcionan como huellas resistentes al tiempo, expectantes de los ojos curiosos en donde pueda despertarse esa “curiosidad por los lugares en los que encuentra refugio la memoria”, como señalaba Pierre Nora; para permitirnos acceder a una conciencia sobre nosotros mismos que se ha refugiado en lo pasado y guarda dentro de sí la potencia creadora de lo irresuelto, de las formas en que se llegó a pensar e interpretar el mundo, la vida, la concatenación de relatos, de cuentos, poesías, traiciones, discusiones, amores inocentes, risas, tragedias, llantos, sueños inconclusos y esperanzas dadas en los horizontes de posibilidad más humanos que quedaron ocultos debajo de esa tempestad que entubó ríos debajo de planchas de concreto y en el colmo del cinismo, le llamó progreso.
Nombres viejos, jocosos o de referencias obvias como el Diezmo de esa iglesia voraz y omnipotente nos llevan a pausar e imaginar a la Gachupina que nombró durante siglos una calle entera, los Suspiros aún atrapados en el azulejo blanco o las risas piadosas de los malos chistes que escurren como ecos atemporales de entre las canteras de la Calle del Serafín. El acto de pausar, mirar y revisitar la vida ordinaria de los antiguos morelianos implica construir una identidad más profunda que la dada por la Historia de Nombres Propios que fija el pasado como un concluido irrelevante y anula la conciencia del sentimiento de continuidad que reside en los lugares, porque no hablamos de un pasado sobreidealizado hasta el absurdo del “antes todo fue mejor”, sino de un pasado diferente que hace latente el derecho a ser distintos y funciona como una bisagra que permite abrir paso a otras formas de pensar la historia. Una historia más cercana a los individuos que desde la cotidianidad de su trabajo, pensamiento y emociones, le dieron vida a la ciudad que hoy nos cobija con su caos, su andar lento y se vuelve refugio de nuestra propia individualidad que dialoga y se teje para formar la colectividad que compone el espacio que habitamos.
La memoria queda impregnada en los pequeños fragmentos que se sacuden el tiempo y permitirán a los futuros morelianos detenerse a imaginar cómo fuimos nosotros, los habitantes de los para entonces viejos años veinte. Deambulantes solitarios o parejas curiosas que imaginarán cómo vestíamos, cómo nos enamorábamos y nos peleábamos, como sentíamos y sobrellevábamos las preocupaciones de nuestros errores y aciertos generacionales.
Las placas de las viejas calles se vuelven microrresistencias contra el olvido de la lógica civilizatoria que con su frenesí permanente pareciera prohibirnos la pausa necesaria para observar esas otras formas de nombrar, atrapadas en los resquicios donde la memoria todavía nos alienta a volver al pasado y desde ahí imaginar otros futuros posibles.
Jorge Albarrán Díaz Orientado en estudios visuales, periodista y maestrante en Estudios Latinoamericanos. Considero que frente al mundo global, narrar y reflexionar desde lo cotidiano se convierte en un acto de disidencia.