Juan Cabrera Aceves
La bella arquería del acueducto data al menos en su mayor parte de principios del siglo XVIII y no a finales cómo se ha dicho, pues ahí la vemos representada en el magnífico plano de 1751, al igual que la cisterna y caja terminal, así como el desagüe de la caja de la cúpula que pasa bajo un puente ubicado en la garita y corre hasta el río grande.
En 1784 se desplomó un tramo de 22 arcos, frente al bosque, de Rebullones a la cantina de Willy, y ese evento dio origen a la restauración de 1785, bajo la promoción y ayuda del impuesto al vino y el peculio de Fray Andrés de San Miguel, (teólogo de la humildad y defensor de los pobres e indígenas, que su estatua fue recientemente derribada por razones incomprensibles).
El 11 de Diciembre de 1786, el Regidor Provincial Don Isidro Huarte, expuso al Cabildo la necesidad de “mudar la cajonería que sirve para la conducción de agua en la parte que no hay arcos, por estarse construyendo estos para derribar los viejos, y que se anivele con los nuevos, y en el interior se suspenda el curso del agua por un corto término“, (C. Juarez, 1986, 68); así constatamos la presencia histórica de la técnica purépecha de sus acueductos con canoas de madera “checaquas”, en nuestro acueducto aún a finales del siglo XVIII, en una obra que rebasaba los 200 años de funcionamiento.
En los estudios para su restauración que me tocó dirigir en 1997, bajo la promoción de “Morelia Patrimonio de la Humanidad A. C., y el apoyo del gobernador Tinoco Rubí, encontramos que la piedra de la arquería es una toba río lítica, (ignimbrita ácida de coladas volcánicas compuesta por fragmentos vítreos, cristales de feldespatos y cuarzo que al degradarse produce pumicita y cristobalita). Todo esto es la llamada cantera de Morelia.
Los quiebres de dirección que tiene la arquería, y que algunos son imperceptibles, solo con las fotos aéreas son notables, obedecen a un sabio diseño de estabilidad estructural, así como la robustez de los arcos que atrancan las cajas de agua o el cambio brusco de dirección como el de Villalongin frente a la Escuela Normal.
El mortero o mezcla de unión de las piedras lleva cal apagada que traían de Etucuaro, a base de carbonato de calcio, de magnesio, óxido de fierro y sílice en forma de cuarzo, y la arena del río, de la Hacienda del Rincón, así como fibras vegetales y animales dispersas que en el microscopio se dedujo que eran de borrego o de chivo, pues hay documentos históricos de su construcción que los refieren. [ J. Cabrera 1998, 46-73].
También fueron relacionadas las marcas en la piedra, investigación realizada por la Doctora Catherine Rose Ettinger, que corresponden algunos a la instrucción de posición que debían llevar en el dovelaje o arranque de los arcos; otras labradas y las demás pintadas de rojo, sangre animal, y que obedecían a los lotes de piedra labrados por cada familia de canteros, para que les pagaran sin confusión, tradición centenaria que viene del medievo, y la rareza de los símbolos encontrados, en similitud con las publicaciones que han hecho sobre las encontradas en catedrales europeas, nos remiten a seguir estudiando su posible origen de transmisión gremial hasta los canteros novohispanos.
Por último recordaré la frase del poeta moreliano y sacerdote F. Alday, de principios del siglo XX, que le escribió al acueducto algo así : … “ Antonio de San Miguel recobró el agua que volvió a la ciudad cargada por 253 camellos, que hoy vemos, entre más inútiles, más bellos”.